top of page
Buscar

El Mercado de Jamaica, ahí donde la memoria florece

Actualizado: 10 nov

En el Mercado de Jamaica, la vida y la muerte se encuentran entre montones de cempasúchil, pan de muerto y risas que regresan a casa.


Podría decir que el Día de Muertos en México es una de las pocas celebraciones verdaderamente universales. En mi caso, es la única fecha inamovible del año: la que reservo, sin dudar, para estar con mi familia.



Este día tiene algo que me exige presencia. Es imposible evitar que la memoria se encienda. Recordamos a quienes se fueron con una naturalidad que ninguna otra fecha consigue. Cocinamos una comida especial, llena de los platillos que ellos disfrutaban en vida. En casa preparamos tamales, compramos pastel  (el cumpleaños de mi abuela era el 1 de noviembre) y, entre risas, aromas y conversaciones sobre todo y nada, sentimos que algo de ella vuelve a estar aquí.



El altar es el corazón de la celebración. Representa la continuidad además de la memoria: una forma de invitar a los que ya no están a compartir de nuevo la casa, la mesa y la vida. Cada objeto tiene su propio peso simbólico. Elegir una fotografía, encender una vela, cortar las flores o colocar el pan sobre el mantel son formas de volver a mirar a quienes amamos. En ese sencillo acto doméstico ocurre algo poderosísimo: somos capaces de hacer una pausa, reconciliarnos con el pasado y con la muerte, y sentarnos a la mesa con ellos.



La temporada de muertos marca un umbral. El aire cambia, la luz se apaga un poco antes y una atmósfera casi invisible parece invitar a la introspección. Es un recordatorio sutil de que otro ciclo llega a su fin, y que no hay mejor forma de cerrarlo que celebrando a quienes amamos y ya no están, pero que, de algún modo, siguen entre nosotros.


En este tejido de gestos y memorias aparece un personaje esencial: el Mercado de Jamaica. Durante estos días se transforma en un escenario vibrante donde se cruzan flores, frutas, papel picado, calaveras de azúcar y miradas que se encuentran entre desconocidos con un propósito compartido: honrar a alguien. Las montañas de cempasúchil iluminan la penumbra de los pasillos, inundados por su aroma inconfundible.



Caminar por Jamaica en esta época es un acto de pertenencia. No se va solo a comprar flores, sino a reconectarse con algo más profundo. Surge una red invisible que enlaza a los vivos con los muertos a través de la memoria y el ritual. Entre las flores más emblemáticas aparecen también las calabazas, desde la tradicional de castilla hasta las variedades americanas que ya forman parte del paisaje visual de estos días.



Entre el bullicio y la energía de la temporada, el mercado mantiene su propio ritmo. Algunos puestos ajustan su oferta para acompañar la festividad, otros siguen con su rutina diaria. Esa convivencia entre lo cotidiano y lo extraordinario define a Jamaica, un lugar vivo donde la tradición se amplía sin perder su esencia.



En estos días, los puestos que antes ofrecían chiles secos suman calaveras de azúcar y figuras de papel maché, los tlachichis y los incensarios se mezclan con frutas de temporada. Arcos y guías de papel de china naranja cubren los locales sin borrar las texturas habituales del mercado. El aire reúne guayaba, piloncillo, leña y carbón, mientras los dulces tradicionales, calabaza en tacha y camote enmielado, conviven con vendedores de agave cocido que recorren los pasillos con una sonrisa.



En el estacionamiento, camionetas repletas de flores llegan desde Atlixco, Tlaxcala, el Estado de México, Tláhuac y los canales de Xochimilco para la tradicional romería. Durante una semana, transforman la escenografía cotidiana: los puestos se extienden, los pasillos se estrechan y miles de personas buscan el detalle que dará vida a su ofrenda. Fuera de los pasillos, las estructuras tubulares alineadas una junto a otra modifican el paisaje urbano del mercado.


Entre alfeñiques de pasta de azúcar decorados con pinturas fluorescentes, incensarios, portavelas y tlachichis de barro, aparecen papeles picados cortados con láser, disfraces y maquillaje inspirados en el Halloween global. En algunos puestos se imprimen fotos al instante. Todo ocurre en simultáneo, como una extensión natural de la vida diaria que encuentra en la festividad su ritmo más visible.



En medio de todo, destaca el ingenio mexicano: en apenas ocho metros cuadrados, una panadería completa se instala con hornos, mesas de trabajo y anaqueles repletos de ánimas oaxaqueñas y pan de muerto cubierto de azúcar y canela.



Aun con todos estos movimientos, la sinergia entre el mercado fijo y los puestos ambulantes fluye con naturalidad. Nada interrumpe su ritmo cotidiano: Lucy sigue amasando y preparando gorditas, tlacoyos y quesadillas; Gaby continúa sirviendo tacos de chorizo verde y cecina; Óscar y su equipo ofrecen fruta y miel con la misma alegría, y Marisol llena de color su puesto de productos del huerto. El mercado sigue siendo el mismo y distinto a la vez, un lugar que se renueva sin dejar de ser familiar, siempre dispuesto a invitarnos a recorrerlo y perdernos en sus pasillos.



Cuando la temporada de muertos se acerca a su fin, el mercado sigue despierto. Las flores pierden intensidad, el cempasúchil deja un rastro amarillo sobre el suelo húmedo y el aroma del copal se mezcla con el de la fruta fresca. Los pasillos recuperan su ritmo habitual, pero en el aire queda una calma luminosa, una memoria reciente. Cada persona que cruza sus puertas lleva consigo un fragmento de ese tránsito entre la vida y la muerte. Jamaica permanece viva, atenta, esperando la próxima temporada en que volverá a mutar y recibir a los nuevos marchantes.


ree

 
 
 

Comentarios


bottom of page